miércoles, 26 de agosto de 2009

Entrega de Don Quijote y visita al ordenado caos de Old Dhaka

Aquí vuelvo de nuevo con todos vosotros. Antes de nada pediros perdón por no haber aparecido por aquí, pero es que estoy empezando a estar bastante ocupado, las clases, que he estado dos días sin internet y que he subido un montón de fotos a esta entrada (mi conexión a internet es bastante lenta, con lo que he tardado el doble en hacerlo), son las razones por las que he estado desaparecido por estos lares, pero, en fin, espero que después de esta tan jugosa entrada me perdonéis.
Os cuento primero las aventuras del miércoles 26 y después os resumo la cuarta y la quinta clase, en una entrada aparte.
Bueno, el miércoles el embajador de España en Dhaka había concertado un encuentro con el rector de la Univesidad para hacerle entrega de una caja con unas 50 copias de El Quijote traducido al bengalí. La cita era a las 10, pero quedamos a las 09:45 Rafique y yo en el despacho. En mi viaje hacia la Universidad participé en el precioso y característico contraste de esta ciudad al ir vestido con un traje, camisa, corbata y zapatos en un CNG, un vehículo que por muchos kilómetros que haga llevándote, va a cobrar como mucho 150 takas (como ya os he dicho otras veces). Era curioso ir allí trajeado, repeinado, afeitado y en un vehículo sin puertas, con toda la ciudad abarrotada en las aceras, observando y mirando cada uno de mis movimientos, cada uno de mis pestañeos. Si ya soy centro de atención sólo por ser "blanquito" (extranjero), el hecho de ir vestido de esa forma, ese matiz se elevaba a la enésima potencia, incluso me saludaban y todo, las mujeres con un movimiento de cabeza y los hombres con la mano y diciendome Hello, How are you?
Llegué al despacho a las 09:30, y me tuve que quitar la chaqueta por el calor espeso que todo lo pega al cuerpo. Me puse el ventilador y el Aire Acondicionado y al rato llegó Rafique, como ya me había recuperado del sofoco, me puse la chaqueta de nuevo y nos fuimos al despacho del rector. Llegamos y cuando el secretario nos estaba pidiendo que nos sentáramos, me empezó a sonar el móvil. El embajador me llamaba y me pedía que le explicara por dónde se accedía al despacho del rector, que estaban ya en la Universidad y no sabían exactamente cómo llegar. Salí fuera del edificio y mientras se lo explicaba, vi el coche oficial a mi lado. Les recibí y entraron al despacho, y yo me quedé con Rafique, al no ser diplomático, hasta que nos invitaron a pasar. Nos sentamos junto a la comitiva y al instante entró el rector. Se pusieron a hablar de cuestiones académicas y el embajador le hizo entrega de los libros, con las fotos de rigor y después, ya al final del encuentro, hablamos un poco de las Fallas, la paella y el Mediterráneo.
Acabada la reunión, la comitiva diplomática se volvió a la Embajada y nos quedamos en la Universidad Rafique y yo. A la salida del edificio donde está el despacho del Rector, Rafique me dijo que me tenía que hacer una foto vestido así:
Como véis, el traje me sienta un poco grande, pero es que tuve algún problema con la talla. La anterior a la que es el traje que me compre, las mangas me llegaban casi a mitad del antebrazo, con toda la camisa al aire, y la posterior, me escondía las manos por debajo de la chaqueta y me llegaba casi por las rodillas. Pero bueno, tenía que ponerme traje para una ocasión así y lo hice.
Después nos volvimos al despacho, y Rafique me dijo que tenía que ir a cambiar el distribuidor del coche, que había quedado con su chófer para que lo recogiera y se iban a Old Dhaka. Me ofreció la posibilidad de irme con ellos, ya que llevaba conmigo la cámara. Acepté la propuesta, pero le dije que antes iba a casa, me cambiaba y volvía al despacho. Me dijo que el chófer tardaría un rato en llegar porque había mucho tráfico. Fui, me cambié y cuando regresé, todavía tuvimos que esperar unos 10 minutos.
Ya en el coche, nos pusimos a hablar sobre la posibilidad de que se les dieran becas universitarias a los alumnos bangladeshíes, y Rafique me dijo que era un problema muy grave, porque realmente muchos alumnos quieren las becas para quedarse allí en España, no para estudiar exactamente, y hay muchos que están disfrutando injustamente de algunas becas, cuando éstas podrían haberse entregado a alumnos que realmente las necesitan. Mientras hablábamos una niña se me puso al lado de la ventanilla, y me empezó a pedir limosna. Como hacía mucho calor, tenía el cristal bajado, y, como no le hacíamos caso, empezó a tocarme la pierna, reclamando mi atención, y Rafique empezó a gritarle que se fuera, que nos dejara en paz. Subí la ventanilla y la niña siguió allí, hasta que vino una mujer, supuestamente su madre, y le dijo que se marchara a pedir a otro coche.
Finalmente, después de sortear algún atasco típico de la ciudad, llegamos al Old Dhaka entrando por Gulistan (Lugar de las Flores). El primer contacto con el origen de Dhaka nunca lo podré olvidar. Mis ojos se marearon de ver tanta afluencia de realidad en tan poco espacio.



Por una calle tan estrecha que apenas cabían el coche, peatones y rickshaws, las fachadas se cansan de mantener tantos carteles y tantos colores, pero agradecen que les hagas fotos, porque piensan que no hay lengua ni idioma en el mundo que pueda describirlas. Las fachadas de Old Dhaka están ahí para eso, para que venga alguien de fuera y les haga una fotografía, o varias. Carteles sobre carteles, alfombras, letras en bengalí, cables, colores dispares, y al fondo, un cartel publicitario de una marca de zumos. El calor y la luz han decidido quedarse aquí en estas paredes, esperando a que el tiempo o la lluvia los quite de aquí y los mueva a otro lado.




Old Dhaka es fundamentalmente una zona comercial, donde todas las empresas de construcción van a comprar el material. Hay 16.000 bajos habilitados como tiendas, y la mayoría de ellas venden piezas de coche (rodamientos, distribuidores, correas, motores enteros, volantes, pedales...), el cliente compra la pieza y la cambia directamene él o alguien que pase o esté por allí y sepa reparar coches. Aquí veis cómo dentro del caos de Old Dhaka hay un cierto orden, porque las tiendas lo tienen todo bien dispuesto y ordenado por piezas y características. Y lo mejor es que aquí les llevas un objeto (parte del motor, puerta, retrovisor...) y antes de ponerte una nueva, tratan de reparártela, aunque sea allí mismo en la acera. Y es que una de las cosas que más me fascina de Bangladesh es la manufactura: aquí todo, absolutamente todo, lo hace el hombre, sus manos, y eso hace que un ser humano tenga un valor económico incalculable, pero, además, la felicidad rebosa por todas partes. Dhaka es la ciudad feliz, las sonrisas son pedazos de nube que han caído con la lluvia y se han quedado, para siempre, en las caras de los bangladeshíes.

Y aquí, de nuevo el contraste. Al lado de un edificio a mitad, donde vive gente, el color blanco de una mezquita, el cristal de sus ventanas deja reflejarse el cielo, y deja escapar los sonidos musulmanes y ancestrales de la religión íntima y los cantos de los muhaidines. Desde abajo asombra su hegemonía en un barrio así. Su estrucura da cierto orden al caos efervescente de estas calles que cargan de ruidos y timbres de rickshaws su silencio.

Y, aunque parezca que a los pies de la mezquita se ha tranquilizado el gentío, si bajo el objetivo de mi canon, me doy cuenta de que en la calle no hay espacio para nada más. No hay hueco donde pueda encontrarse la imaginación, el sueño; todo esto es real, todo esto es vigilia. Y nos damos cuenta que, de nuevo, la felicidad se ha caído de alguna cornisa y ha contagiado a todos, como a este hombre (sí, van tres en un rickshaw, por eso el rickshawalla tiene que ir a pie, porque no puede pedalear, no hay espacio para ello), y, además, otra de las cosas que dejan entrever esta imagen es la curiosidad de esta gente: el tercer hombre del rickshaw se asoma entre el ricksawalla y el chico de rayas, porque sabe que ocurre algo, o tal vez, quiera solamente salir en la foto. Además, de nuevo el contraste, no solo de colores y objetos, si no también, económico. Detrás, hacia la izquierda de la imagen, un conductor de rickshaw habla con el móvil, no hago ningún comentario, os dejo a vosotros que penséis en lo que supone lo que digo.


Bueno, finalmente llegamos adonde quería Rafique y su chófer, una de las avenidas principales de Old Dhaka, donde fundamentalmente se venden piezas de motor de coches. Se bajaron ellos, y Rafique me dio dos consejos: primero que cuidara de mi cámara, y segundo, que bajo ningún concepto, me bajara del coche. Así, éste se convirtió en el centro más seguro de los siguientes veinte minutos, mi blindaje, mi separación del exterior, con el sol cayendo como un aguacero, a 38º C y las ventanillas bajadas. La ciudad dormía intranquila, esplendorosa, inevitablemente movediza, en el exterior. Y la mirada del rickshawalla del espejo retrovisor me hizo despertar del letargo en el que me encontraba, y aquel despertar me obligaba a una fotografía. La ciudad fuera, yo dentro, en una burbuja de verano, en una pompa de calor, en la intimidad del otro, que observa la ebullición urbana escondido en su cueva.



La manufactura es a veces tan notable, que si hay que trasladar 100 kg de cacharros (esas cestas de aluminio que utilizan los vendedores ambulantes para ofrecer al público su fruta), se amontonan estos en un carro, y una persona lo conduce en la parte de delante y dos más colaboran en la parte de atrás, empujando y haciendo, de vez en cuando, de contrapeso para que al de delante no le caiga encima todo el carro, porque, al fin y al cabo, éste es una tabla hecha con varias cañas de bambú (tipo balsa de náufrago), y justo en el centro, está el eje con una rueda a cada lado, con lo que si no se distribuye bien la carga, el sobrepeso en alguno de los dos lados podría tirar al suelo toda la carga, aplastando a la persona que conduce o a los que van detrás empujando.


Y, como no dejaba de hacer fotos, un grupo de niños (y no tan niños) empezaron a rodear el coche, señalando la cámara y hablándome en bengalí. En un principio sentí miedo porque noté que de alguna manera estaban invadiendo mi espacio seguro, y a Rafique ya ni lo veía. En un principio ni los miraba, pero empezaron a meter las manos en el coche y a tocarme el hombro. Yo rompí mi postura de no querer hacerles caso y les miré, diciendoles que sólo sabía inglés, y uno de ellos me preguntó de dónde era. Les dije que era español. Y, como resortes, lanzados por un muelle invisible, empezaron a decirme Barcelona, fútbol, Manchester, Ronaldo, Kaká, Messi, Casillas... Y yo les dije que yo era de Valencia, y de nuevo, un nuevo resorte... Valencia, Villa, Silva... Buenos jugadores... Me dijeron que querían una foto, señalándome la cámara y haciendo una seña como si hicieran una foto, guiñando un ojo y todo y haciendo el sonido de click del obturador. Les pedí que se pusieran todos juntos y salió esta foto. Os dejo que penséis en sus rostros, en su postura ante la vida, en sus miradas...:



Rafique, al cabo de 20 minutos volvió a aparecer y me dijo que antes de volver a la Universidad, me quería enseñar la zona de Old Dhaka donde están todas las editoriales, que es donde está la suya, la que le publicó la Memoria de mis putas tristes en bengalí. Me dijo que bajara del coche, qe íbamos andando.
Como hacía mucho calor, vio un rickshaw, le dijo donde quería ir, pactó el precio con él y me dijo que me subiera. Old Dhaka es distinto encima de un rickshaw. Es un regreso al pasado, una mirada retrospectiva a lo que fue el tiempo, el suelo queda reducido a aire, y las paredes pasan tan cerca que parecen sábanas de un sueño, colgadas de alguna barra invisible. Como una cortina de niebla dura y de colores.

Y, en la estrechez del tiempo, una mezquita de color blanco y estrellas en toda su fachada nos anuncia de nuevo la musulmanía, el silencio del rezo, versos olvidados del Corán, en su afán por tocar la luna por las noches, en su centro primordial de la nocturnidad. Abajo, en la calle, toldos, peatones, esquinas, todo se nombra por un lenguaje silencioso donde la tangibilidad de la ficción se hace realidad. La poesía aquí sangra sus versos en las fachadas. El tiempo se ha detenido en los balcones, durmiendo, esperando a que algún día pase un reloj y lo despierte.



Después, escondido, al girar en una esquina, la ruralidad y la manufactura rebosan en un horno de pan en la misma calle, debajo de un improvisado techo de plancha de uralita, bajo el sol refrescante del verano. Cuatro hombres trabajan con la masa de harina y agua y hacen una especie de base de pizza, y la cuecen al fuego. El resultado es una especie de pan duro, más seco que el normal, y que se llama Bakarkhani. En el aire, la realidad compleja expulsa una especie de humo blanco, jirón de algún fantasma del pasado, que ha bajado de infierno a este paraíso terrenal, a saborear el olor de estos bollos artesanales.



Y de nuevo, salimos a una nueva avenida, más ancha, donde el tiempo vuelve a correr en forma de tráfico. El rickshawalla pedalea ante un edificio mutilado por la humedad de una lluvia que igual que aparece desaparece, de golpe, como una sorpresa del monzón. Tiempo y espacio se funden, casan de tal manera que no hay ni un segundo que pueda escapar, no hay ni un milímetro que pueda quedar fuera de esta unidad espacio-temporal. Aquí una sola imagen es una novela, una historia que está ahí abandonada, esperando a que venga alguien a rescatarla y a contarla. Debido a la estrechez de las cosas, el rickshaw casi atropella a dos peatones, que se encaran a nuestro conductor, llegando incluso a las manos, con una bofetada, que espolvorea el polvo y el sudor de la media barba del rickshawalla. La gente trata de parar el altercado. Finalmete, el momento caliente pasa. Y Rafique, como si hubiera sido causante de un momento incómodo, me pide perdón. Yo le digo que no se preocupe, que el odio del que habla Fernando Vallejo en La Virgen de los sicarios está en todas partes, incluso, en la médula de la felicidad de esta gente.



Proseguimos nuestro viaje al pasado de Dhaka (me da la sensación de que me encuentro en algún carrito de algún parque de atracciones, viendo a mi alrededor la esencia primigenia de esta ciudad devorada por el caos, como si todo a mi alrededor fuera de cartón piedra y las personas fueran actores y figurantes, contratados por alguien anónimo para hacer su papel en esta historia real). A 100 metros de la pelea de antes, cual es mi sorpresa cuando veo a un hombre que transporta gallos en una cesta en su cabeza, pero fruto de la casualidad, o porque su intuición le informa de que le voy a hacer una foto, o simplemente porque escucha cómo hablamos Rafique y yo en un idioma extranjero, se da la vuelta, ofreciéndome la mejor de sus sonrisas. Cuando el obturador capta su esencia, su felicidad, le doy las gracias. Me responde que soy bienvenido, o sea, de nada.



Finalmente, llegamos al centro de Old Dhaka, el nervio desde el que fluye la congestión del tiempo. Esperamos a que un camión enorme nos deje pasar y atravesamos el aire por debajo un puente aereo, por donde los peatones sortean el abarrotamento del espacio de abajo. Casas a mitad compiten con edificios enormes, moles intesinales de un mounstruo que agota sus esfuerzos mientras duerme intranquilo. El capricho de una memoria olvidada ha dejado señales de vida en todas partes. Estamos a las puertas de la zona editorial y librera más grande de Dhaka.



Nos adentramos en su laberinto interminable, donde no hay tiempo, no queda nada más que vestigios de un futuro que habita en el pasado. Rafique me pide que me quede un momento en la calle mientras sube a una editorial a buscar un libro. Miro a mi alrededor y mis ojos se cansan, se atorbellinan en una espiral de la que mi alma ya no puede escapar. Frenética, la sangre se me arremolina en el cerebro, quiero pensar que estoy soñando, que lo que veo es fruto de alguna realidad paralela a la nuestra. Pero noto que mi objetivo necesita capturar lo que ven mis ojos, por la perfecta belleza del extremado caos del desorden de la ficción que hay ante mí:


Un niño que también espera a que su padre baje de la misma editorial donde está Rafique no deja de mirarme, dándome vueltas continuamente. Le señalo la cámara y le pregunto si quiere una foto. Asiente con la cabeza. No me quedan palabras para describir la imagen. Solamente deciros que parece que la poca luz del sol que dejan penetrar las nubes y la contaminación se quedó en su pelo. Admirad la tranquilidad de este rostro.



Y, como si alguien me despertara de aquella sobredosis de ensoñaciones tumultuosas y atropelladas entre sí, me giro y desde algún lugar sobreelevado, en el interior de una casa medio en penumbra, por algún hueco invisible en la oscuridad, aparece una escalera de cañas de bambú. Y acto seguido unos pies que bajan. Van de escalón en escalón. Primero baja el pie derecho, después el izquierdo, que apoya en el mismo escalón. Voy divisando un cuerpo de alguien que baja de alguna habitación del cielo. Finalmente, hallo la razón por la que baja tan despacio. No es el vértigo, se trata de algo que supera y atrofia los límites de la realidad: un hombre, de edad vetusta, transporta en su cabeza una cesta cargada de libros. Baja con una mano en la cesta, ayudando al cuello a mantener el equilibrio, y la otra mano apoyada en la escalera. Finalmente, toca el suelo y se da la vuelta, detrás de él baja el padre del niño de la foto de antes y se alejan, mientras el chico se da la vuelta y me sonríe, despidiéndose de mí, como un "Hasta otra, espero verte pronto".



Al minuto, cuando todavía no he podido digerir lo que había visto, aparece Rafique, y me indica que le siga. Giramos una esquina y me encuentro ante la entrada a una cueva. Miro hacia arriba y un árbol de carteles se alza ante mí, ofreciéndome toda la publicidad como si fueran sus frutos, sus semillas. La gente se asoma en los balcones, como mirando en su escondite, la luz no entra en el interior de la gruta porque no tiene ningún sitio por donde hacerlo. Y cuando entro en el vientre del animal, en su oscuridad trémula, me doy cuenta de que es el Paraíso de cualquier lector. Y es que aquí las editoriales también son librerías, de forma que venden sus propios libros. Como en las estanterías no caben todos, muchos de ellos duermen apilados en el suelo, esperando a que alguien los libere de su letargo y les de vida en la vigilia en el que son útiles: su lectura.

Rafique se detiene en una librería, en la que a la entrada hay un chico joven leyendo algo manuscrito en bengalí, y más hacia le fondo, como escondido en su madriguera, está el dueño del local. Un anciano, medio encorvado, me da la impresión que la curvatura de su espalda la produce su afán por la lectura de los libros que él mismo edita, por estar todo el día sentado. En su rostro, la barba, afeitada a trozos. Y ante sus ojos, unas gafas de culo de vaso, mal graduadas, nos hace pensar que vive en las ensoñaciones de las ficciones que lee todos los días. Rafique le pregunta si tiene un libro. El hombre duda y le dice al chico joven que llame por teléfono al almacén. El chico abandona la lectura de su manuscrito y abre un cajón, donde se esconde un teléfono. Pregunta. Y sí, lo tienen. Rafique, en la dulce espera, se sienta en un taburete, y me pide que me siente en otro que hay a su lado. Me dice que lleva un tiempo buscando un libro de un escritor de la India, pero que no encontraba en ningua librería, hasta que llamó al mismo escritor y le preguntó qué editorial se lo había publicado. Y el escritor le dio el nombre. Era la editorial donde estábamos esperando, que ni siquiera sabían que habían publicado ese libro. Mientras hablábamos, el dueño de la editorial no dejaba de mirarme fijamente. Trajeron el libro que solicitaba Rafique y antes de que nos fuéramos, el dueño de la editorial le preguntó de dónde era yo, y él le dijo que de España. Se deshizo en elogios, Rafique pagó el libro y cuando ya nos íbamos, la sonrisa del hombre me informó de que sólo tenía tres dientes en su boca. Pero era feliz, porque podía permitirse el lujo de estar todo el día leyendo, y cobrar por ello.


Cuando Rafique ya tenía el libro, me dijo que tenía que pasar por su editorial, a por unos libros. Nos fuimos para allá. Es un cuartito minúsculo, oscuro, con vitrinas que guardan, celosas, detrás de sus cristales, millares de libros. Y, a un lado, en columnas apiladas de obras literarias, en el suelo, se encontraba la sección de Latinoamericana. Rafique señaló unos libros y se los separaron. Mientras el dueño le escribía la factura con un bolígrafo de la marca Matador, me giré hacia el silencio de la estrechez de la calle, y me di cuenta de que seguía en Old Dhaka, un edificio abandonado por la Historia en la calle divisa adormecido a la gente pasar, rebotando la luz que le cae de algún punto del cielo. Las escaleras nos dejan pensar, casi con miedo a equivocarnos, que en sus alturas, detrás de sus huecos, carteles y cables, la gente habita, buscando la felicidad ente su hormigón húmedo de lluvia.


Salimos de la librería y Rafique llamó a su chófer, para ver dónde estaba, y así acercarnos al lugar donde se encontraba él, ya que era más facil eso que viniera él a buscarnos, entre tanta marabunta de gente y vehículos. De camino al coche mis ojos dieron, asombrados, atontados ante tanto color, con una frutería donde el cromatismo tropical de la fruta juguetea con la luz filtrada a través del toldo improvisado de color sonrojado. Rojo, verde, amarillo, naranja. Manzanas, limones, mangos, naranjas. Deleite para la vista. Y un frutero que, después de sacar la foto me increpa para que le compre algo de su increíble arcoiris.


De nuevo, camino hacia el coche, me encuentro de nuevo con el cruce de caminos aéreo. La perspectiva me hace reflexionar sobre la posibilidad de que a través de su centro, como en espiral, la realidad es absorbida y guardada en algún punto debajo del suelo, bajo el vértice de este centro de experiencias, sensaciones y palpitaciones que nunca en la vida voy a poder olvidar. Hay que entrar en el espectáculo de Old Dhaka para que su identidad ficcional y real se te queden pegadas a lo más íntimo del tuétano de los huesos. Old Dhaka se tiene que vivir, no hay descripción posible de esta realidad olvidada en algún lado de la memoria de alguien anónimo.


Ya de nuevo en el coche, pude hacer alguna foto más de algún atasco, como por ejemplo, de esta mole de acero abollado que forma parte de un autobús. Las ondulaciones de su piel parecen las hondonadas que ha dejado el paso del tiempo, como cicatrices de alguna batalla perdida, líneas que cuartean un vehículo de otra época, dinosaurio urbano cuya utilidad efectiva es la de transportar en su barriga a gente con sus sueños, sus deseos, sus preocupaciones, y, por que no, su amor.


Finalmente, Rafique se quedó en la Universidad a dar su clase y me dijo que su chófer tenía que pasar por Gulshan (Jardín de flores), de camino a la oficina donde trabajaba su hermana, y como yo tenía que hacer cosas por allí, que me podía acercar sin problemas. De camino a Gulshan, la gente de los CNGs y los coches no dejaban de mirarme, primero porque soy extranjero, y segundo porque llevaba una cámara colgando del cuello, con lo que podía sacarles en alguna foto. Uno de ellos, un rickshawalla no pudo más en su silencio y en un atasco se puso al lado del coche, yo desvié la mirada, pero me sentía observado. Volví a mirarlo, y me saludó. Hi, boss. No me podía estar pidiendo llevarme a algún lado, porque yo iba en coche (cuando voy andando por la calle me cortan el paso ofreciéndome su vehículo y sus piernas para acercarme adonde yo les diga). Lo que me estaba pidiendo con su saludo era una foto. Sin decirnos nada más, cogí la cámara, la encendí, le quité la tapa al objetivo e hice lo que siempre he hecho desde que estoy aquí: retratar la felicidad.



Y, para acabar esta entrada, aquí os dejo la que tal vez sea la mejor fotografía que he hecho desde que estoy aquí viviendo. No os hago ningún comentario porque quiero que la disfrutéis en silencio. Espero que os quedéis sin palabras, como hice yo.



3 comentarios:

Pat dijo...

Teteeeeeeee!!!!!!!!!, que chulada de entrada has hecho, se puede saborear la Old Dacka, no hay palabras, que contrastes, que felicidad se puede intuir en la gente con lo poco que tienen.... Las fotos son increibles, me encantan las dos de los niños, son muy bonitas. Que experiencia más impresionante, y que guapo vestido de traje!!!!!!!!!.

Sigue disfrutando mucho, besitos y abrazosssss...

Purita dijo...

Dentro de nada estaremos saborenado Old Dhaka juntos. Tú serás mi guía allí, así que necesito que conozcas muchas cosas para luego ir contigo. Qué ganas de vivir esto contigo!!!!
Impresionantes fotos.

(^o^) dijo...

Pakorro! Ese traje ejecutivo! jarl!

Y sigo pensando que no eres normal!!! ¿pero tú has visto que pedazo de entrada? En serio... tu no has dormido, verdad? Es que si no, no me lo explico... o en Bangladesh tienen días de 48 horas o me falla la teoría de la relatividad físico-cuántica!!!!

jjajaja