viernes, 11 de diciembre de 2009

Sundarbands, regresos a lo etereo

Cuando Lorenzo sintió la congestión del tiempo apremiante y rabioso sintió la necesidad absoluta de huir de allí hacia la tierra legendaria de los Sundarbans, aprovechando la alegría, la sangre y las ofrendas del EID, que le otorgaban unos días de vacaciones en la Universidad.

El viaje lo realizó por la noche, en un autobús atestado de maletas ocupando tres filas de asientos, ya que no habían pensado traer un autobús con maletero para llevar los equipajes que los 26 pasajeros llevaban a cuestas. La salida de Dhaka a través de la avenida donde se encuentra el ZIA International Airport le trajo rumores lejanos de su aterrizaje en esta ciudad accidental y efervescente, voces y anhelos de sus primeros miedos de extranjero, y se percató de que, sin haberse dado cuenta, se había transformado, ya no era el mismo, aquella ciudad lo había marcado, cicatrizado con su abundancia, con su repetición, con sus explosiones de luz y de sonrisas repletas de desesperanza. Y sintió su primer regreso a lo primero, al inicio, a la chispa de aquel sueño bengalí. Y sintió la necesidad azul de escuchar música en la apagada intimidad de los auriculares, que le llenaban de voces, susurros al oído y de secretos que sólo él conocía; se puso primero el izquierdo y después el derecho. La música le entregó aquel estado que buscaba: alejarse de las luces sofocantes e intermitentes de los coches que palpitaban al conductor de su autobus cuando realizaba un adelantamiento suicida o para despreocuparse de los badenes que poblaban todas las carreteras de Bangladesh, que ante la eterna y fabulosa oscuridad de la noche, apenas eran visibles, y el autobus saltaba de una manera verdaderamente inverosimil, rescatando de los sueños a muchos de los viajeros, que ya estaban apunto de encontrar al verdadero tigre azul en sus pesadillas. Y se dejó sitiar por El Guincho.





Sintió miedo de quedarse dormido, y se ocupó de ver a través del cristal empañado de la ventana la tiznada ruralidad de Bangladesh, donde la Luna rebotaba juguetona en cada uno de los ríos que atravesaban. Percibió que por cada una de las aldeas por las que pasaban, el cartel de "Foreign Tourists" que llevaba el vehículo en la luna frontal les convertía en el principal centro de atención en la rotunda monotonía de la 1 y media de la madrugada. Las calles y barrizales estaban atestados de personas oscuras con bufandas rodeando la cabeza y tapando las orejas peladas de frío y los cuerpos encogidos y replegados por las animales dentelladas del puñal afilado de la humedad. Las tiendas a aquella hora estaban abiertas y las luces y el gentío le hicieron pensar que aquellos habitantes estaban infectados de la peste de insomnio de la que huyó Visitación, la india juagira que se hizo cargo de Arcadio y Amaranta en Macondo.


Dos horas más tarde llegaron a la orilla del río Padma, donde el autobús se subió a un ferry para atravesarlo bajo la suave y eléctrica tenacidad opaca de las estrellas nubladas en la distancia. Y entonces, objeto tal vez del destino azaroso de una extraña e inaudita casualidad, empezó a sonar en lo más encendido de sus oídos la voz agrietada de Antony, que poco a poco lo gobernaba y abstraía con su marchito e inolvidable Hope there's someone...







De repente, en un flechazo el tiempo se detuvo. No hubo nada mientras atravesaban el río. El vacío de la noche apaciguó las luces lejanas de los barcos que venían de frente al ferry, como trémulas y tibias estrellas que se hubieran descolgado del cielo y hubieran bajado a flotar al agua, como aquellas hadas japonesas que descendían a bañarse en los lagos y a veces olvidaban sus trajes emplumados y ya no podían regresar a su reino celestial. Y, en la horizontalidad de la superficie, algún delfín mostraba su sonrisa quimérica.


Después de alcanzar la otra orilla y de cuatro horas más de viaje, llegaron al silencio de Khulna, la ciudad dormía bajo las tenues luces abombadas y cálidas que amarilleaban como antiguas fotografías en sepia a lo largo de las calles. Sintió que en aquellos callejones los calendarios no valían, que el tiempo no avanzaba, que se había transformado en alguna espiral que no dejaba de rodar, esparciendo con sus latigazos todos los segundos, horas y semanas muy lejos de allí. Descendieron una pendiente de tierra embarrada y fangosa, y pasando un charco que salpicó de suciedad negra algunas de las ventanas del autobús, éste se detuvo al lado de una frutería descolorida llena de fruta que olía a nuevo en lo profundo de la noche, y todos los viajeros bajaron, siguiendo al guía que los condujo a un muelle donde subieron a un bote de madera bajo el sopor eterno de la noche y que debía trasladarlos al barco de la travesía hacia los Sundarbans. En algún punto inconcreto de Khulna alguna mezquita olvidada dejó escapar las cálidas y luminosas melodías del Corán, llamando a la oración, mientras el remero comenzó a acercar el bote al barco.


Cuando ya estaban instalados en sus respectivos camarotes, Lorenzo ascendió a cubierta, a una terraza en lo superior donde le esperaba el desayuno y los primeros lucimientos de un sol que luchaba por escapar de la niebla.



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Una antigüedad secular se le vino de golpe mientras saboreaba el huevo frito con pan de molde y los secos tragos del café, al encontrarse con matrices de oro desplegadas en el agua...



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Después, en un mínimo instante de lucidez, algo le hizo regresar al futuro...



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El barco empezó a moverse en una apatía pegajosa y aturdida por el amanecer tardío y empezaron las despedidas que regresaban en aquel punto inverosímil de cada una de las sonrisas.



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Y para acompañar a aquellas visiones etéreas, lejanas e intangibles como un racimo de recuerdos, se acordó del viaje de la luz de Tindersticks y su Travelling Light.






Abrumado por los espacios invadidos por la niebla, la suntuosidad evangélica y angelical de las orillas le trajo a la memoria escenas de fantasmas, ancestros olvidados por alguien en lo impuro del amanecer y en la distancia temporal de aquel que no ha aprendido a olvidarlos, y los rescata de vez en cuando con oraciones y plegarias, y los espíritus se congelan por caminos esenciales junto al agua que fluye al revés, desde el mar hacia el nacimiento de la vida.



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Entonces fue cuando empezó a sentir la distancia de las últimas casas y aldeas, a dejarse avanzar hacia lo desconocido, aturdido por las imágenes difuminadas ante el espacio abierto del río desnudo y matinal. Pescadores y hojas sueltas se despedían del barco, sabiendo que tal vez nunca más volverían a cruzarse con él, alejándose hacia el oscuro infinito. Y, de repente, tuvo una mágica visión



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Y sintió miedo. Sintió la sensación de que más que a los Sundarbans aquel barco marchito que lo transportaba le llevaba por la ruta que sacaba a Macondo hacia el mar, y que aquel galeón varado en el barro del fondo del río y devorado por la neblina fuera el mismo con el que se había encontrado José Arcadio en su búsqueda del océano. Tuvo miedo de acercarse a aquel pueblo olvidado en la memoria, y que Melquíades hubiera escrito en sus dolororos y enmohecidos manuscritos su destino terrible. Notó, atemorizado, un ligero hormigueo en el dedo meñique del pie derecho, se quitó la sandalia, y se encontró con una sorpresa agónica: su pie se encotraba en una posición que era obstáculo para una cola de hormigas rojas que abandonaban la cubierta, bajaban por el casco del barco y se perdían en el agua. Y recordó la lucha de Úrsula con aquellos insectos que en alguna ocasión sitiaban el hogar de los Buendía. Y para olvidar aquel gusto desconcertante que le daba una sensación de como si tuviera la boca llena de cal y tierra, se preparó un té mientras contemplaba absorto un Dios de 15 metros de largo, antropófago y amigo de los moradores del reino de la pescadería nocturna...


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Prosiguió su viaje hacia los manglares del tigre de Bengala, y vió una gan bola que rebotaba en el mar, y que en el punto más alto de su subida era como un gigante signo de exclamación....


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Y regresó al espacio del sueño, a unas ruinas circulares que solamente estaban en la memoria de Borges y que dormían desmenuzadas por la fuerza de algún ciclón lánguido, vorágine sexual enviada por Tritón hacia la Luna buscando a la bella Princesa Kaguyahime...



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Después percibió el aleteo lento y encendido en electricidad de una campánula que se convirtió en un Unicornio acervatado para no mojar sus alas hechas con las telas con las que se hacen realidad los deseos de la gente...



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Continuó su trance y llegaron al lugar donde los hombres se alimenta de tigres azules, y que en sus horas muertas recortan las hierbas cuyo olor provoca la inmortalidad, y que nunca han sentido el amor verdadero porque la sangre amarilla y negra del tigre los ha sumido en una especie de olvido perpetuo y sus corazones ya no saben cómo recuperar sus recuerdos. Lorenzo sintió compasión y decidió escribir sobre ellos en algún cuento legendario, porque sabía que Melquíades los había olvidado en sus manuscritos.


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Y fue entonces cuando un escozor empezó a revolotear en su corazón y se dió cuenta de que las mariposas de Mauricio Babilonia no eran amarillas y que Meme tenía alguna especie de daltonismo...


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Y finalmente llegaron a la playa donde dicen que vive Aureliano Babilonia con Felipe León de Arconada, un antiguo soldado español que había desertado de uno de los escuadrones de la conquista de América, aterrorizado de aquellas visiones de sangre y gritos inhumanos, ofrendas de corazones y cenotes repletos de antiguas historias muertas. Allí los dos habitantes del olvido se alimentan de aquellos árboles que son los que otorgan la sabiduría eterna y que les han enseñado a poder ser invisibles y a robar el color a la realidad que les rodea.


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Entonces Lorenzo tuvo la urgencia de regresar a todo, al ruido del círculo 2, a los deformados del Círculo 1, a los preservativos tirados en la Calle 35, a las sonrisas de desamparo en los semáforos, a las miradas esquivas de las mujeres escondidas detrás del pañuelo de su timidez, al cielo gris que daba a luz millones de mosquitos, a las aceras llenas de arena de playa. Necesitó regresar porque sabía que regresando a Dhaka era la única forma de regresar al origen de todo, al nacimiento de su soledad diáfana y ósea, a su desnudez percibida en los amaneceres sin nadie que la observara, a sus lecturas nocturnas en el silencio de la ciudad. Sabía que aquel regreso suponía al mismo tiempo el principio de otro regreso y tuvo miedo de sus sentimientos futuros, a no poder sentirlos todos ellos en las escasas y fugaces tres semanas que iba a pasar al lado de ella. Y fue entonces, en aquel instante de luz y fuego, en el que supo que había una canción escondida en su memoria y quiso tararearla para no olvidarla nunca.


miércoles, 9 de diciembre de 2009

Amaranta Úrsula y Aureliano, el silencio de los cien años

Desde aquella noche, Aureliano se había refugiado en la ternura y la comprensión compasiva de la tatarabuela ignorada. Sentada en el mecedor de bejuco, ella evocaba el pasado, reconstruía la grandeza y el infortunio de la familia y el arrasado esplendor de Macondo, mientras Álvaro asustaba a los caimanes con sus carcajadas de estrépito, y Alfonso inventaba la historia truculenta de los alcaravanes que les sacaron los ojos a picotazos a cuatro clientes que se portaron mal la semana anterior, y Gabriel estaba en el cuarto de la mulata pensativa que no cobraba el amor con dinero, sino con cartas para un novio contrabandista que estaba preso al otro lado del Orinoco, porque los guardias fronterizos lo habían purgado y lo habían sentado luego en una bacinilla que quedó llena de mierda con diamantes. Aquel burdel verdadero, con aquella dueña maternal, era el mundo con que Aureliano había soñado en su prolongado cautiverio. Se sentía tan bien, tan próximo al acompañamiento perfecto, que no pensó en otro refugio la tarde en que Amaranta Úrsula le desmigajó las ilusiones. Fue dispuesto a desahogarse con palabras, a que alguien le zafara los nudos que le oprimían el pecho, pero sólo consiguió soltarse en un llanto fluido y cálido y reparador, en el regazo de Pilar Ternera. Ella lo dejó terminar, rascándole la cabeza con la yema de los dedos, y sin que él le hubiera revelado que estaba llorando de amor ella reconoció de inmediato el llanto más antiguo de la historia del hombre.


-Bueno, niñito -lo consoló-: ahora dime quién es.

Cuando Aureliano se lo dijo, Pilar Ternera emitió una risa profunda, la antigua risa expansiva que había terminado por parecer un cucurrucuteo de palomas. No había ningún misterio en el corazón de un Buendía que fuera impenetrable para ella, porque un siglo de naipes y de experiencia le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje.

-No te preocupes -sonrió-, En cualquier lugar en que esté ahora, ella te está esperando.

Eran las cuatro y media de la tarde, cuando Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la vio pasar frente a su cuarto, con una bata de pliegues tenues y una toalla enrollada en la cabeza como un turbante. La siguió casi en puntillas, tambaleándose de la borrachera y entró al dormitorio nupcial en el momento en que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar espantada.

Hizo una señal silenciosa hacia el cuarto contiguo, cuya puerta estaba entreabierta, y donde Aureliano sabia que Gastón empezaba a escribir una carta.

-Vete -dijo sin voz.

Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las dos manos, como una maceta de begonias, y la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran dos amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano. En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco, hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centro de gravedad, la sembró en su sitio, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y los globos invisibles que la esperaban al otro lado de la muerte. Apenas tuvo tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas.


El hecho fugaz de haber seleccionado este trozo de Cien años de soledad no se debe a un hecho oscuro promovido por alguna señal del azar. Aquí se percibe el valor profundo de la palabra en el idioma de Márquez, el connotativo poder del adjetivo imposible. Se resume en esta cita la historia repetida de esos cien años de olvido recordado o de memoria olvidada, la congelación repetida de los mismos hechos que paralizaron la narración, la escueta realidad de una familia condenada a no avanzar, apelmazada en los manuscritos de Melquíades, quien, al mismo tiempo, traza un soporte metanarrativo donde podemos ver al escritor como alguien que deslía mentiras para convetirlas en verdades, como alguien que desdibuja la historia para volver a trazarla con su imaginación, dando relieve y forma al destino de sus personajes.


Además, la fuerza del amor secreto, el carpe diem de hacer lo que realmente deseamos, aunque sea un riesgo, la batalla incandescente y soberbia del amor, del deseo reservado en nuestro lado más animal, y que cuando se ha conseguido el pacto de no agresión, la guerra se transforma en un hecho que no podemos olvidar y es cuando nos dejamos llevar, para completar las hojas en blanco que tenemos delante y que no son más que, a veces, las sábanas mal tendidas, arrugadas, que mal cubren el colchón. La historia de los Buendía ya se escribió hace mucho pero Melquíades la rescató de la memoria de Gabo. Esos cien años de silencio simbolizan, en alguna parte, una Historia de la Literatura Universal: en ellos confluyen y convergen, a veces paralelos y otras perpendiculares, todos los objetos y fuentes que forman la memoria literaria de cualquier escritor y de cualquier lector. Sin horizonte de expectativa posible, el hueco olvidado de la pasión se rellena con una espiral de la que la literatura nunca saldrá, al igual que los Buendía nunca podrán escapar de sus colas de cerdo y de sus cruces de ceniza, porque la muerte acampa en cualquier lado y sólo queda la memoria colectiva del olvido. Después de los manuscritos de Melquíades ya no queda nada, ni siquiera el silencio, porque nuestro destino ya está narrado en alguna parte.