lunes, 2 de noviembre de 2009

El cuenta-cuentos del semáforo

Hace unos días que me estoy llevando la cámara a la Universidad porque quiero hacer alguna foto a un personaje que, quiera que no, bien por su aspecto, bien por su "función" literaria en esta ciudad, forma ya parte de los recuerdos más interesantes de mi vida. Se trata de un hombre que se pone a pedir limosna en el semáforo de la rotonda que hay a la salida del campus universitario. Es un hombre de mediana edad, con barba de profeta mahometano, con birrete blanco y panjabi del mismo color, abotonado hasta la nuez de la garganta. Lo curioso y principalmente metafórico de este hombre es que, cuando llovía no abría el paraguas e iba descalzo, y cuando el sol caía de canto con toda su esfera fulgurosa, el tipo abría el paraguas (o sea que era sombrilla) y se calzaba sus sandalias con la suela despegada, seguramente para no quemarse los pies con el fragor del asfalto.


Pero lo que no he podido olvidar de ese hombre es su imaginación. Sí, amigos, era la biblioteca de Alejandría de Borges, el Aleph habitaba entre su barba y los botones de su panjabi. Su sonrisa era algo que me daba la información correcta, para que ya nunca me equivocara: el gato de Alicia se había postrado en su rostro. La verdadera cualidad de este personaje borgiano-marqueciano era, y sin fisuras, su espantosa facilidad de inventarse falsedades, de inventarse historias convincentes para llegarte al alma y al bolsillo, ya que era inevitable no darle algo de limosna.


La primera vez que lo ví estaba hablando con el pasajero de un coche que había a la derecha de mi CNG. Le decía muchas cosas pero, parece, no le decía nada. El conductor de mi taxi lo escuchaba y se reía a sus espaldas. Se giró y al otro lado de la reja que me separaba de él me dijo "That man is crazy. Every day is telling stories. Lies". Yo estuve apunto de decirle que por qué decía aquello, porque no contaba mentiras, contaba muchas verdades, tan inverosímiles como creíbles, pero reales. Pero permanecí callado porque tal vez no entendería mi razonamiento literario. Lo cierto es que, fuera como fuera, aquel tipo en aquella tarde de lunes, empezó a formar parte de mi vida, y de la ultima vanguardia de la "literatura callejera". Me quedé prendado de aquel hombre que hacía efectiva aquella transmisión oral de la edad media de las leyendas y cantares populares. Suponía la representación real y tangible de la literatura bucal, de cuerda vocal, de voz hablada, a través del soporte ingrávido del canal aéreo.


Recuerdo perfectamente dos días en concreto. El primero se acercó a mi CNG y con su sonrisa vacía y hueca, se me puso a hablar a través de su silencio pues me hablaba en bangla, moviendo las manos y gesticulando enfervorecidamente, señalando el panjabi, el reloj en su muñeca izquierda y su birrete, que llevaba aquel día al revés porque las costuras estaban hacia fuera. El conductor del CNG lo miraba incrédulo. Él sí que entendía bangla y sabía lo que decía. Al final, dado mi pasotismo al no escuchar su historia, haciendo oídos sordos, el tipo se fue. Le pregunté al chofer que decía y me dijo que me pedía dinero porque necesitaba cambiarse la ropa porque aquella noche tenía una cena con una tal Margaret Tatcher y además, según me decía, el armario se le había quedado pequeño y la ropa no le cabía. Es decir, una paradoja hiperbolizada.


Pero el día grande fue una semana más tarde de aquel cuento. Yo iba con Rafique en un CNG, hablando sobre la literatura lúdica de Cortázar, cuando apareció de nuevo el tipo, instalando su voz entre el diálogo que teníamos mi compañero y yo, hasta que le dijo que se fuera. Entonces, se calló de golpe, y desapareció. Rafique frunció el ceño, y como yo ya conocía al historiador, le pregunté qué cosa había narrado: necesitaba dinero porque quería casar a su hija, pero no con una boda normal, quería casarla en pleno edificio del Parlamento de Bangladesh, y que necesitaba una "limosnilla" para las flores del suelo. Aquel día ya era de noche y llovía. Tal vez el agua del monzón le había dado la idea de los pétalos.


Sea como sea, y aunque trato de intentar hacerle una foto, hace unos días que la literatura del semáforo se ha callado. Lo cual me causa una especie de agonía o preocupación obscena, porque me da por pensar que aquí, cuando una persona desaparece de su semáforo, puede ser por varias razones: o bien se ha cambiado de "puesto trabajo" (o sea de luz urbana), o la policía le ha detenido (en este caso se llevó al cuartelillo a toda una biblioteca con piernas), o bien cayó enfermo y tuvo que ir a cantar sus juglarías a alguna habitación oscura de algún hospital o, duramente e inevitablemente, puede habérselo llevado la muerte con sus reinos antiguos y su presencia social y eterna.


Así, amigos, no he podido hacerle ninguna fotogarafía. Tal vez porque el azar o el sino de su destino es no salir retratado para permanecer en el anonimato, como tantas obras que se han escrito y publicado bajo el nombre del único autor que nunca muere, el tal Anónimo. El día que él muera, morirá en nosotros un verso, un misticismo que rehúye de la tangibilidad de la palabra para no darse a conocer. Al fin y al cabo, Gabo empezó su andadura literaria con "La tercera resignación": ¿Debemos morirnos tres veces para conocer todo lo ambiguo, lo desconocido, lo inmaterial e improductivo de la sensación que producen todas aquellas palabras que se quedan aplacadas en el silencio?

1 comentario:

Pat dijo...

Que historia tete, madre mia, menudo personaje, da lastima la verdad, debe ser muy duro, aunque igual inmerso en su locura no sufre, quien sabe. Ojala puedas volver a verlo, eso significará que esta bien.

Bueno, cuidate muchoooo y sigue contandonos estas cositas que nos acercan mas a la cultura y al lugar, muaaaaaaa.