miércoles, 9 de diciembre de 2009

Amaranta Úrsula y Aureliano, el silencio de los cien años

Desde aquella noche, Aureliano se había refugiado en la ternura y la comprensión compasiva de la tatarabuela ignorada. Sentada en el mecedor de bejuco, ella evocaba el pasado, reconstruía la grandeza y el infortunio de la familia y el arrasado esplendor de Macondo, mientras Álvaro asustaba a los caimanes con sus carcajadas de estrépito, y Alfonso inventaba la historia truculenta de los alcaravanes que les sacaron los ojos a picotazos a cuatro clientes que se portaron mal la semana anterior, y Gabriel estaba en el cuarto de la mulata pensativa que no cobraba el amor con dinero, sino con cartas para un novio contrabandista que estaba preso al otro lado del Orinoco, porque los guardias fronterizos lo habían purgado y lo habían sentado luego en una bacinilla que quedó llena de mierda con diamantes. Aquel burdel verdadero, con aquella dueña maternal, era el mundo con que Aureliano había soñado en su prolongado cautiverio. Se sentía tan bien, tan próximo al acompañamiento perfecto, que no pensó en otro refugio la tarde en que Amaranta Úrsula le desmigajó las ilusiones. Fue dispuesto a desahogarse con palabras, a que alguien le zafara los nudos que le oprimían el pecho, pero sólo consiguió soltarse en un llanto fluido y cálido y reparador, en el regazo de Pilar Ternera. Ella lo dejó terminar, rascándole la cabeza con la yema de los dedos, y sin que él le hubiera revelado que estaba llorando de amor ella reconoció de inmediato el llanto más antiguo de la historia del hombre.


-Bueno, niñito -lo consoló-: ahora dime quién es.

Cuando Aureliano se lo dijo, Pilar Ternera emitió una risa profunda, la antigua risa expansiva que había terminado por parecer un cucurrucuteo de palomas. No había ningún misterio en el corazón de un Buendía que fuera impenetrable para ella, porque un siglo de naipes y de experiencia le había enseñado que la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje.

-No te preocupes -sonrió-, En cualquier lugar en que esté ahora, ella te está esperando.

Eran las cuatro y media de la tarde, cuando Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la vio pasar frente a su cuarto, con una bata de pliegues tenues y una toalla enrollada en la cabeza como un turbante. La siguió casi en puntillas, tambaleándose de la borrachera y entró al dormitorio nupcial en el momento en que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar espantada.

Hizo una señal silenciosa hacia el cuarto contiguo, cuya puerta estaba entreabierta, y donde Aureliano sabia que Gastón empezaba a escribir una carta.

-Vete -dijo sin voz.

Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las dos manos, como una maceta de begonias, y la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran dos amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano. En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco, hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centro de gravedad, la sembró en su sitio, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y los globos invisibles que la esperaban al otro lado de la muerte. Apenas tuvo tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas.


El hecho fugaz de haber seleccionado este trozo de Cien años de soledad no se debe a un hecho oscuro promovido por alguna señal del azar. Aquí se percibe el valor profundo de la palabra en el idioma de Márquez, el connotativo poder del adjetivo imposible. Se resume en esta cita la historia repetida de esos cien años de olvido recordado o de memoria olvidada, la congelación repetida de los mismos hechos que paralizaron la narración, la escueta realidad de una familia condenada a no avanzar, apelmazada en los manuscritos de Melquíades, quien, al mismo tiempo, traza un soporte metanarrativo donde podemos ver al escritor como alguien que deslía mentiras para convetirlas en verdades, como alguien que desdibuja la historia para volver a trazarla con su imaginación, dando relieve y forma al destino de sus personajes.


Además, la fuerza del amor secreto, el carpe diem de hacer lo que realmente deseamos, aunque sea un riesgo, la batalla incandescente y soberbia del amor, del deseo reservado en nuestro lado más animal, y que cuando se ha conseguido el pacto de no agresión, la guerra se transforma en un hecho que no podemos olvidar y es cuando nos dejamos llevar, para completar las hojas en blanco que tenemos delante y que no son más que, a veces, las sábanas mal tendidas, arrugadas, que mal cubren el colchón. La historia de los Buendía ya se escribió hace mucho pero Melquíades la rescató de la memoria de Gabo. Esos cien años de silencio simbolizan, en alguna parte, una Historia de la Literatura Universal: en ellos confluyen y convergen, a veces paralelos y otras perpendiculares, todos los objetos y fuentes que forman la memoria literaria de cualquier escritor y de cualquier lector. Sin horizonte de expectativa posible, el hueco olvidado de la pasión se rellena con una espiral de la que la literatura nunca saldrá, al igual que los Buendía nunca podrán escapar de sus colas de cerdo y de sus cruces de ceniza, porque la muerte acampa en cualquier lado y sólo queda la memoria colectiva del olvido. Después de los manuscritos de Melquíades ya no queda nada, ni siquiera el silencio, porque nuestro destino ya está narrado en alguna parte.

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