sábado, 14 de noviembre de 2009
Mi experimento de clase
viernes, 13 de noviembre de 2009
Un mes y dos días
Te echo de menos, le digo al aire,
te busco, te pienso, te siento
diciendo que como tú no habrá nadie.
Y aquí te espero, con mi cajita de la vida,
cansada, a oscuras, con miedo
y este frío nadie me lo quita.
Tengo razones para buscarte,
tengo necesidad de verte, de oirte, de hablarte.
Tengo razones para esperarte
porque no creo que haya en el mundo nadie más a quien ame.
Tengo razones, razones de sobras
para pedirle al viento que vuelvas aunque sea como una sombra.
Tengo razones para no quererte olvidar
porque el trocito de felicidad
fuiste tú quien me lo dió a probar.
El aire huele a ti,
mi casa se cae porque no estás aquí,
mis sábanas, mi pelo, mi ropa te buscan a ti.
Mis pies son como de cartón que voy arrastrando por cada rincón,
mi cama se hace fría y gigante
y en ella me pierdo yo.
Mi casa se vuelve a caer,
mis flores se mueren de pena,
mis lágrimas son charquitos que caen a mis pies.
Te mando besos de agua pá que bañen tu cuerpo y tu alma,
te mando besos de agua pá que curen tus heridas,
te mando besos de agua de esos con los que tanto te reías.
martes, 10 de noviembre de 2009
El Aleph
El tráfico le dejó, de nuevo, en la memoria, la información correcta, como en un descuido de las palabras: se encontraba en Dhaka. El tiempo se congelaba y se descongelaba de acuerdo a la congestión del tráfico. Y, en uno de las parálisis temporales de un semáforo absurdo en sus luces, se dio cuenta de que un joven deseaba una fotografía.
Y repetidamente, como un martilleo, algo le dijo al oído, burlonamente, que estaba en un CNG, que no podía escapar de allí, aquella espiral era la estrategia divisoria que lo memorizaba, y ya no pudo pensar en otra cosa que no fueran objetos de color verde.
Pero de manera voluntaria, indecisa, tuvo la sensación de que aquello que lo rodeaba funcionaba como un Aleph. Tuvo la dolorosa sensación, la perpetua y extraña idea, de que allí se reunía todo el espacio y todo el tiempo simultaneamente. Se dio cuenta de que aquella imposibilidad ficcional allí era posible: en un milésima de segundo todo el espacio posible se encerraba en aquella ciudad, y se atomizaba, se expandía como dos polos del mismo signo, implotando hacia dentro de sus lágrimas. Y no había escapatoria recordada.
Fue entonces, quizás en el mismo momento en que Aureliano recordaba la vez que su padre le llevó a conocer el hielo, cuando miró, apenas sin ver, a su alrederor, y en cada esquina de aquel Aleph animalizado, sangrante y visceral, encontró objetos que le acercaban a una orientalidad escondida, tímida e introvertida. Y vio gente que vendía y gente que compraba...
También vio detrás de las esquinas y de la vegetación tropical, extensas mezquitas entregadas a la oración quíntuple, coránica y lejana...
Y sintió algo que no cuadraba en aquella realidad cartesiana: compró una sonrisa por 4 takas a una mujer que no podía acariciar con sus manos porque no tenía brazos...
Aquella ilusión desapacible y medio óptica le causó una especie de sensación de estómago vacío, y tuvo ganas de comer un poco de mugur...
Pero, así como José Arcadio sí que tuvo la suerte de encontrar a Melquíades, se dio cuenta de que el vendedor de aquel dulce crepitoso no había conocido el invento de la balanza con aguja que el gitano que cada año pasaba por Macondo había podido crear en alguno de sus delirios creativos e inverosímiles...
Y como si de algo pactado se tratara, aquel vendedor apacible, al ver que le había hecho fotos, le indicó con una gesticulación amistosa y desinteresada, que le vendía un puñado. Entonces él le dijo que no, que no se preocupara, que no le apetecía. Entonces sintió el peso de la conciencia demasiado duro encima de él y decidió que igual sería preferible darle algo de dinero, por la molestia de la foto. Sacó los billetes de 2 takas y se los ofreció, pero el vendedor, como por arte de magia, sacó un paquete de papel de periódico con un puñado de mugur y no aceptó la propina. Eso sí, le dio su mejor rostro para una de sus mejores imágenes...
Pero lo que no podría olvidar ya nunca más, y por esa obligación de memoria detestó el Aleph, fue a un espíritu de un ancestral pirata al que, según la leyenda oscura de los arrabales de los puertos sucios del barrio rojo holandés, una vez le dijeron que en la zona donde moría el río Buriganga, debajo de los adoquines de alguna acera olvidada, existía un mundo mejor, donde no existía la muerte ni la soledad, donde todo llevaba un nombre, y lo podías llamar en todos los idiomas de la misma manera, un mundo donde la gente se alimentaba de nubes y de luz. Y aquel pirata, agotando todas sus bitácoras, olvidándose de vivir, encerrado en su búsqueda, empezó a vivir a gatas, buscando el pedazo de adoquín que le diera la señal correcta de aquel universo paralelo. Pero, lo que no sabía era que aquel espacio irreal ya lo había descubierto el fantasma del capitán del galeón español que José Arcadio se encontró en su viaje en búsqueda del mar. Y aquel pirata, siglo tras siglo, gateando y gateando durante centurias, se olvidó ya para siempre de levantarse y sólo pudo andar ya con sus rodillas y sus codos. Y fue entonces, ante la imagen aquella que le enviaba el Aleph, cuando, innecesariamente, sintió miedo de la muerte...
Esta entrada se la dedico a Rafique y a Razud, por sus amenas conversaciones en el despacho y por todo Dhaka. Igual este es el prólogo a otra entrada posterior... A ver si acertáis...
1º Microrrelato - Pat
sábado, 7 de noviembre de 2009
Puntos, comas y verbos
O tal vez despertó en una taberna, como Pushkin, rodeado por historias recuperadas a través del fragor de algún vaso de absenta o vodka caliente y cristalino...
Y allí, por encima de las nubes, en alguna habitación aérea, soñó que alguien, detrás del péndulo inquebrantable del tiempo, lo espiaba abrumado y con la espuma de los segundos llegándole a una orilla que nunca podía alcanzar a tocar, temiendo que la sal dulce borrara sus huellas...
Y como si emergiera del fondo de un océano todavía sin descubrir, supo, o más bien dedujo, que había alguien que lo soñaba, que había alguien que se atrevía a hacer aquello, a someterle a aquella trampa, en la que, ya sin solución posible, él soñaba a alguien que, esperando el autobús, estaba soñando con él que se soñaba en una parada de autobús... Y supo, aterrado, que muchas veces Borges tenía razón... Nunca más despertaría de aquella memoria de arena, que no hacía más que dar vueltas en aquel reloj de cristal...